Después de vender su liebre Volkswagen hace ocho años, Steve Jobs, 29, se instaló en el garaje de su casa a fabricar computadores. Le fue bien; en 1983 su empresa vendió casi 1.000 millones de dólares…
PARA los norteamericanos es un héroe, un símbolo, un ejemplo digno de imitar. Steve Jobs, 29, comenzó fabricando computadores pequeños en el garaje de su casa hace ocho años y hoy tiene una fortuna de más de 400 millones de dólares. Es la prueba palpable, para ellos, de que todos los ciudadanos pueden llegar a ser millonarios. De que existe igualdad de oportunidades en Estados Unidos.
Hijo adoptivo de una familia californiana de clase media, su primer trabajo lo conseguiría respondiendo a un aviso en el diario que decía: «Diviértase y gane dinero.» Ideal. Se convirtió en el cuadragésimo empleado de Atari. Tenía 18 años y sus estudios se reducían a un semestre en la universidad. Esta empresa era muy especial: las reuniones de comité creativo se hacían con marihuana. . .
Jobs estaba feliz en su trabajo, pero nunca tanto como para no sentir la imperiosa necesidad de partir de allí —con su sueldo en el bolsillo, pelado al cero y con su mochila— hacia la India, en busca de tranquilidad espiritual. No le llegó la iluminación, así que, al cabo de un año, regresó a los Estados Unidos a buscar, sin éxito, a sus verdaderos padres. Luego, se dedicó a la terapia primordial y, por último, a la vida comunitaria.
Finalmente, con su amigo y compinche Stephen Wozniak, cinco años mayor que él, se dedica a fabricar y vender «cajas azules», aparatos electrónicos ilegales que permiten hacer llamadas telefónicas de larga distancia gratis.
Pero Wozniak era un pequeño «mago» de la computación y lo que realmente le interesaba era llegar a construir un pequeño computador fácil de usar. Para esto, ingresan los dos a un club de «computófilos»: el sueño de Wozniak era que sus amigos le llegaran a preguntar: «¿Y tú hiciste todo eso con tan pocos circuitos integrados?»
NACE UN COMPUTADOR
Lo bueno que tiene este par de amigos es que se complementan perfectamente —como el gordo y el flaco—, porque Wozniak tenía el genio computacional y Jobs, una visión comercial que ya hubiera querido para sí Gordon Getty. Lo que ninguno de los dos tenía era dinero.
Hasta que un buen día Wozniak logró construir su pequeño computador con piezas que Jobs había sacado de Atari, y otras que él mismo consiguió en la Hewlett-Packard, donde trabajaba como ingeniero. Jobs tenía 21 años.
Mientras Wozniak observa la magnífica máquina que acaba de crear —tal como Miguel Angel miró a su David recién terminado—, Jobs divaga en las múltiples posibilidades comerciales del nuevo «producto».
Cuando sus amigos del club de computación ven la nueva máquina, todos quieren tener una.
Afirma Wozniak: «Después que diseñé el computador que posteriormente llamaríamos «Apple I», Jobs me dijo: «Mucha gente quiere construir estos aparatos. ¿Por qué no fabricamos y vendemos un tablero de computador personal para ellos?»»
«Hicimos algunos cálculos y llegamos a la conclusión de que no recuperaríamos nuestro dinero. Costaría alrededor de mil dólares diseñar un tablero de computador personal y fabricar algunos. Era poco probable que pudiéramos vender tantos en el club. Pensé que perderíamos todo nuestro dinero, y Jobs dijo: «Sí, perderemos todo, pero tendremos una empresa por única vez en nuestras vidas.» Y yo pensé que eso estaba bien.»
Para satisfacer la demanda, Jobs tuvo que vender su liebre Volkswagen, y Wozniak su calculadora científica 65 Hewlett-Packard. Con los 1.300 dólares que recolectan, contratan a un amigo para que haga el diseño de un tablero de circuitos impresos que reduzca la línea de montaje de sesenta horas a seis.
Al momento de patentar un nombre para el computador, no se les ocurría nada. Horas y horas estuvieron pensando… Al final, Jobs, sacando un mordisco de la manzana que estaba comiendo, dijo: «Si a nadie se le ocurre un nombre mejor antes de las cinco de la tarde, le pondremos «Apple».»
Se instalaron en el garaje y en un dormitorio de la casa de los padres —los adoptivos— de Jobs.
Recuerda:
«Uno podía conectar las piezas a este tablero de circuitos y soldarlas, ¡y funcionaba!… De manera que lo que íbamos a hacer era fabricar y vender tableros de circuitos vacíos a nuestros amigos. Esperábamos vender unos cien tableros. Los podíamos confeccionar con un costo de 25 dólares. Pensábamos que si los vendíamos en cincuenta dólares, podríamos sacar una ganancia de 2.500 dólares y recuperar nuestros gastos.»
SOLO CON EL MEJOR PUBLICISTA
Pero no tenían dinero para hacer los tableros, de modo que deciden recaudar el efectivo antes. En eso estaba Jobs cuando un negocio de computadores le hizo un pedido de cincuenta tableros. Sus ojitos brillaron con signos de dólares y tuvo una visión de múltiples líneas de montaje produciendo un computador cada siete segundos…
El único problema estaba en que este negocio les exigía tableros completamente ensamblados, para lo cual requerían piezas que costaban miles de dólares. Entonces Jobs sacó a relucir su mejor arma: un poder de convicción brillante. «Fui a tres distribuidores locales de repuestos electrónicos y, lleno de loco entusiasmo, los convencí», es lo que mejor sabe hacer, «de que nos vendieran alrededor de 25 mil dólares en repuestos, a treinta días plazo. No teníamos capital. Nada. Y ellos se jugaron por nosotros…»
«Construimos cien computadores. Entregamos los cincuenta que nos habían pedido en el negocio, y devolvimos el dinero que adeudábamos en 29 días. Nunca volvimos a tener problemas de caja.»
Enseguida, intentó conseguir al mejor publicista de la región, Regis McKenna. «No podíamos pagarle a ninguno, de modo que preferimos no pagarle al mejor.» McKenna rechaza dos veces a Steve. A la tercera, Jobs le dice: «Regis, no tengo dinero para pagarle. Quiero que usted haga nuestra publicidad. Seremos una empresa de computadores con un éxito increíble. Créame. Sólo créame. Le pagaré en un año.» El lo miró a los ojos y dijo: «Oquei.» Algo vio en los ojos de Steve: la determinación, la decisión de ser el mejor.
Su primer trabajo fue diseñar el logotipo de Apple, una manzana con un mordisco (en un comienzo incluía también a Newton en su pose favorita: debajo de un manzano).
LLEGA EL DINERO
McKenna le sugirió que se entrevistara con un inversionista dedicado a financiar empresas nuevas, Don Valentine, con el fin de solucionar de una vez y para siempre los problemas de capital. Valentine fue a revisar el nuevo computador y encontró a Jobs —que evidentemente no lo esperaba ese día— con sandalias, bluyines recortados, el pelo hasta los hombros y barba a lo Ho Chi Minh. Posteriormente, de regreso en su oficina, Valentine llamaría a McKenna para preguntarle: «¿Por qué me mandaste a hablar con este renegado de la raza humana?»
A pesar de este incidente, recomendó la empresa a A.C. «Mike» Markkula, ex gerente de mercadeo de una fábrica de circuitos integrados. Markkula ofreció su experiencia y 250 mil dólares. Jobs y Wozniak empezaron a llamarlo socio al tiro. Markkula se consiguió una línea de crédito con el Bank of America, y convenció a dos empresas financieras para que invirtieran en Apple.
La nueva empresa estaba lista. Llegaría a ser una de las más grandes de Estados Unidos.
Desde un comienzo la pequeña compañía lo hizo todo bien: diseñaron un modelo elegante y bonito. Jobs exigió que se usara plástico claro y atractivo en vez de metal. Escribieron manuales concisos y sencillos que harían que las máquinas fueran fáciles de usar. Este modelo (el Apple II) ha vendido dos millones de unidades hasta hoy…
Se dice que Apple es la firma de más rápido crecimiento en la historia estadounidense. Sus ventas subieron de 2,7 millones de dólares en 1977 a 982 millones en 1983.
Paralelamente crecía la fortuna de Jobs (Wozniak se retiró un par de años para organizar festivales de música rock). Como le gusta contarlo a él mismo: «A los 23 años mi fortuna era un millón de dólares. A los 24, diez millones. A los 25, cien millones.» Hoy, a los 29 —y todavía soltero—, se calcula su fortuna en 427 millones de dólares.
Así se formó la fortuna de Steve Jobs, una de las más sorprendentes, rápidas y abultadas de nuestro tiempo.